No se oían ruidos al otro lado del zulo. Después de 257 días encerrado, con la mente alerta, le fue fácil determinar que, por primera vez, no había nadie vigilando. Cogió la ganzúa que había fabricado con un muelle de la cama y la cuña que había confeccionado con un bote de jarabe y trató de abrir el ventanuco por el que los captores le daban la comida. ¡Conseguido! Salió, vio dónde estaba y volvió a meterse en el zulo -“mi plan no era escapar. No tenía información suficiente. Solo quería comprobar que tenía una forma de salir del zulo si me dejaban allí abandonado”-, pero era imposible cerrar el ventanuco desde dentro. “Recordé la advertencia de los captores: ‘Si nos ve, si ve algo que nos comprometa o nos pone en peligro, si intenta escapar, le mataremos después de cobrar el rescate’”. Se encomendó al Espíritu Santo y a san Josemaría: “Señor, que no haga ninguna tontería, que piense bien” y salió del zulo de nuevo, esta vez con una única opción por delante. Poco después llegaba en taxi a su casa -“¡me escapé, me escapé!”- para caer en brazos de su mujer y de sus hijos.
“Si me hubieran rescatado la primera semana, hoy seguiría deprimido”
-Aquel fue el desenlace de un infierno que comenzó mucho antes, un miércoles cualquiera a la salida de misa.
-En un segundo sucede algo que te cambia la vida. Me asaltaron cuatro hombres armados y mi reacción fue no resistirme ni pelear. Toda la vida he sido cazador y sé manejar armas, pero sé también que cuando te apuntan, estás en jaque mate.
El arquitecto Bosco Gutiérrez Cortina -33 años y siete hijos en el momento del secuestro- fue víctima de la violencia que asola México desde hace décadas -durante la primera mitad de 2010 se denunciaron cada día más de tres retenciones violentas y se estima que hay más de ocho mil secuestros al año entre denunciados y no denunciados- y, tras su huida, pasó más de diez años sin hablar de lo que vivió en aquel agujero de tres metros de largo por uno de ancho y apenas dos de alto. Luego su historia de supervivencia y espiritualidad ha recorrido el mundo gracias a las conferencias del propio Bosco y, ahora, gracias al libro 257 días, que firma José Pedro Manglano y edita Planeta.
-Después de un viaje en el maletero, llegan al zulo y le obligan a abrir los ojos.
-Y vi a los que serían mis guardianes. Encapuchados, con monos blancos, guantes de látex negros y calcetines rojos. Nunca les vi la cara ni escuché su voz.
Bosco empezó a reconocer el terreno: un catre, las paredes recubiertas de aislante, un baño sin desagüe y una bombilla que, al antojo de los captores, marcaría sus días y sus noches. De ruido de fondo, un casete -siempre el mismo- que daba vueltas sin cesar y que le ayudó a calcular el paso del tiempo. Eso y las comidas -una comida, una hendidura en el aislante. Tres hendiduras, un día- le permitieron no perderse en el mar de la desorientación.
“Tras revelar información sobre mi familia, quise morir allí. No quería que se enteraran de mi traición”
A través de una nota, los secuestradores le informan de su situación -“si intenta huir, le mataremos; si colabora y su familia también, todo irá bien”- y le piden que rellene un cuestionario para comenzar las negociaciones. Rutina, horarios y hábitos de su padre, hermanos, mujer e hijos. Nombre y teléfono de las diez mejores amigas de su mujer. Nombre de los profesores de sus hijos... y, si encuentran algún dato falso, atacarán a su familia. ¡Le piden la intimidad de los suyos! Tiene claro que no contestará. Pero el tiempo pasa y el miércoles, 5 de septiembre -una semana después del secuestro- entrega la información que le pedían.
-Se ha escrito que usted entregó a su familia. Que luchó contra sí mismo y perdió...
-Es que así te sientes. No es objetivo porque tú no has traicionado a nadie dado que no estás en condiciones de traicionar, pero te sientes así. Es el síndrome del prisionero de guerra. Cuando se obliga a un hombre a atentar contra su esquema de valores, a revelar información preciada para él, se le rompe internamente y cae en una depresión que puede durar toda la vida. Si me hubieran rescatado esa semana, probablemente veinte años después seguiría deprimido y no habría hablado jamás del secuestro. Pero tuve tiempo para rehacerme.
-Después de entregar aquel papel se abandonó.
-Sí, porque quería morirme. Tenía dos remordimientos: haber caído en la amenaza de contestar información confidencial, lo que ocasiona una enorme vergüenza, y pensar que por eso puede pasar algo.
-Tuvo miedo a salir vivo de allí.
-Y ver que a alguno de mis hermanos, a mi mujer o a mis hijos les había pasado algo por mi culpa. Nunca me lo habría perdonado. Decía “Dios mío, prefiero morir aquí a que se desvele esta cantidad de traiciones”.
“Me ofrecieron un trago y, cuando me trajeron el ‘whisky’, lo tiré y escribí: ‘Hoy gané mi primera batalla’”
Aquel día, aquel 5 de septiembre, Bosco cayó sobre el catre y no se volvería a levantar en mucho tiempo. No comía, apenas bebía y hasta se hacía sus necesidades encima. Perdió la noción de la realidad y llegó a soñar que estaba muerto. Los guardianes vieron que la mercancía, el hombre por el que tenían que darles dinero, se echaba a perder, y trataron de reanimarlo.
-Le ofrecieron un trago.
-En el zulo había un olor horrible, no había drenaje, estaba lleno de mosquitos, yo no me había lavado la boca y todavía tenía sangre del secuestro... Cuando me ofrecieron tomar algo, como yo no sabía si se estaban burlando de mí, dije: “Un whisky solo, sin agua, con hielo y en una copa de cristal”. Quería emborracharme, si es que el ofrecimiento era verdad.
-Y vio el whisky en el ventanuco.
-Pensé que era una visión. Me arrastré, porque no podía caminar, lo cogí y volví a la parte de atrás.
Bosco se pasó el vaso, frío, por el cuerpo, jugó con el hielo, lo olió, lo disfrutó y, cuando iba a beberlo, la voz de su conciencia le dijo: “Ofrécelo”.
-Dice que fue un diálogo entre la conciencia retadora y el yo.
-Yo me sentía vencido y traidor por el interrogatorio y necesitaba hacer algo heroico para sentir que valía algo. Era el orgullo que quería volver a mí. En circunstancias normales tirar un whisky no supone nada, pero allí, en esas circunstancias, era algo heroico.
-¿Y ganó usted?
-Me puse de rodillas en el suelo y volqué el vaso. Después me sentí ridículo y tonto, me acosté en el suelo y me golpeé con la taza. Pero entonces empecé a sentir cierta alegría y escribí en el cuaderno que me habían dejado: “16 de septiembre. Whisky flush. Hoy gané mi primera batalla”.
“Rompí el anonimato con Dios. Todo lo hacía en torno a Él y eso es algo que no he vuelto a conseguir”
Cuenta Bosco que aquel día entendió que no tenía elección. Su deber era estar perfecto, cuidarse, para no defraudar a su familia. “Supe que no me pertenecía; pertenecía a la gente que me quería”.
Vivió en una férrea disciplina sin permitir que la imaginación -“la loca de la casa”- le llevara a la desesperación. Elaboró un plan de salud física -un casete de abdominales y tres casetes de footing para estar en forma y caza de mosquitos para mantener los reflejos a punto-, un plan de salud mental -evitar la angustia, adaptarse a la situación y desterrar los malos pensamientos- y un ambicioso plan de espiritualidad.
-Pero antes se planteó si creía o no en Dios.
-Hice un cuestionamiento interno de si creía de verdad. Y cuando te lo planteas y dices “sí” a Dios, dices “sí” con todo el paquete que esto trae: creer en Dios con los vehículos que me da la Iglesia, con el catolicismo y con la forma en la que me habían enseñado a expresar la fe.
Así que Bosco asistió a misa -espiritual- durante cada uno de los días del secuestro, comulgó, también espiritualmente junto a su mujer, y dedicó media hora por la mañana y media por la tarde a dialogar con Dios.
-¿Y el resto del tiempo?
-Rezaba también. Todo el tiempo decía: “Hágase la santísima y divinísima voluntad de Dios para todas las cosas”. Corría, y rezaba por todos mis familiares y amigos. Me despertaba y le ofrecía el día, comía y daba gracias.
-Dice que por la noche caía rendido, que durmió muy bien durante el secuestro. Despertarse, en cambio...
-Era el peor momento del día. Por la noche sentía la satisfacción de haber cumplido un día más y por la mañana, en cambio, sabía que tenía que subir otra vez la montaña. Porque cada día era una montaña, con la angustia en el estómago, y esa no se va nunca.
Pero, a pesar de la angustia, Bosco había decidido vivir como católico, con todas las consecuencias. “Tenía que ayudar a los guardianes a conocer la fe”. No sabía cómo, pero dice un dicho mexicano que cuando Dios dice fregar, del cielo caen escobas y aquel día le cayó un periódico -tenía que firmarlo y fotografiarse con él para una prueba de vida- y pudo ver la fecha. ¡24 de diciembre! Los días contados con el casete eran algo más largos, y Bosco pensaba que era día 20...
“Hoy es Navidad y esta noche no hay secuestradores ni secuestrados. Todos somos hijos de Dios y esta noche vamos a rezar juntos”, escribió a los captores en un papel. Para su asombro, a las ocho de la tarde, perfectamente ocultos tras sus capuchas, los guardianes entraron con Bosco en el zulo. Él rezó y ellos escucharon. Luego le dieron la mano, uno por uno, y en sus miradas, cuenta Bosco, vio algo parecido, muy parecido, al respeto.
-Dice que fueron las navidades más felices de su vida...
-Sí, porque la felicidad interna, espiritual está muy por encima de la, digamos, animal. Tuve perfectamente claro que estaba haciendo lo que tenía que hacer en ese momento. Los secuestradores mirando hacia abajo, casi sumisos, y un rehén desnudo rezándoles. Sabía que estaba cumpliendo con mi deber como cristiano.
Dos décadas después de aquel 12 de mayo en que escapó del zulo, Bosco echa la vista atrás y no encuentra rencor -“me lo dejé en aquel agujero”- aunque sí algo de miedo -“una llamada de estos cuates te cambia la vida”-. Pero, sobre todo, encuentra algunos tesoros que le han valido para llevar una vida mejor: “valorar la riqueza que tenemos gratis y no aprovechamos: ser libre, poder ver un amanecer, salir, caminar... Intento ahogar en esa libertad todas las penas que pueda tener”.
Solo hay una cosa, una, que echa de menos de aquellos 257 días que pasó encerrado. “Rompí el anonimato con Dios. Todo lo hacía en torno a ese amigo mío que tenía cerca... Y eso no lo he vuelto a conseguir”.
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