Paseaba por aquel barrio-pocilga cuando percibió movimiento en un montón de basura. Cautelosa, se acercó y comenzó a excavar para comprobar con horror que había un bebé enterrado, literalmente, bajo desperdicios de comida, restos de plástico, cartones, peligrosas latas de metal y mucha, muchísima, suciedad. A pocos centímetros, otro bebé en las mismas condiciones. Pensó en sus dos hijas, a las que nunca había faltado nada, y entendió que su vida, tal como la conocía hasta ese momento, había desaparecido. Dios le pedía algo más.
Meses antes de aquella visita de Semana Santa al slum Manshiyat Naser, también conocido como Garbage City (‘ciudad basurero’), Maggie Gobran había despedido para siempre a una tía suya muy querida que había dedicado su vida a los necesitados. En su funeral, Maggie -cristiana copta de una familia bien de El Cairo, profesora de prestigio en la Universidad, esposa y madre-, que entonces tenía 35 años, sintió que debía hacer algo por los demás, continuar el legado generoso de la hermana de su padre.
Zapatos de talla grande
Comenzó a frecuentar aquel infierno de miseria, enfermedad, desorden sexual y familiar que es la ciudad basurero tratando de llevar algo de consuelo y ayuda a sus hermanos en la fe -y también a la minoría musulmana de zabbaleen- hasta que un día vio a una joven viuda que le pedía unos zapatos para su hija pequeña. Maggie se llevó a la niña a una zapatería para que ella misma eligiera el par que quisiera. Ya con sus zapatos en la mano, la niña preguntó al dependiente si podría cambiarlos por unos algo más grandes. “Mejor se los llevo a mi madre. Ella tampoco tiene zapatos”, dijo la pequeña.
Aquello, “ver a una niña que carece de todo preocupándose antes por su madre que por ella”, descolocó el corazón de Maggie, que hasta entonces había vestido modelos elegantes, zapatos caros y joyas y que, una vez al año, viajaba con su familia a Europa para adquirir las prendas que marcaban tendencia en el Viejo Continente y lucirlas luego en las fiestas de sociedad.
Comenzó a leer la Biblia -de arriba a abajo cada año- en busca de respuestas y las encontró: “Y si derramares tu alma al hambriento, y saciares el alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía”.
Puso en marcha una organización -Stephen’s Children, en memoria del primer mártir- y cambió sus trajes caros por blusa, falda y velo en blanco absoluto. Vendió sus joyas, reunió dinero y aprendió a hablar el lenguaje de los pobres.
“Nadie”, explica a ALBA, “puede imaginar cómo es vivir entre ese olor hasta que va allí y lo comprueba”. Pero Gobran cree en la esperanza y en que, incluso en sitios como ese basurero, se puede alimentar el amor: “He visto a una madre compartiendo los desperdicios con un vecino y a un hombre partir la galleta que le acabábamos de dar con un viejo amigo”.
Veinte años después de aquel día que cambió su vida, la fundación de Gobran ha ayudado a 30.000 familias de Manshiyat Naser gracias al trabajo de más de 1.500 voluntarios y trabajadores, muchos de ellos antiguos recolectores de basura que fueron tocados un día por la mano de Maggie, mamá Maggie, como la llaman ellos.
Gripe porcina
El slum es ahora la casa de Maggie. A diario se acerca a ese lugar en el que familias enteras sobreviven con menos de dos dólares al día. Al anochecer los varones salen del suburbio en carros tirados por burros o en destartaladas furgonetas y recorren la ciudad de El Cairo recogiendo la basura.
De vuelta a Mokattam la descargan y almacenan en las casas o, cuando estas se llenan, en las calles cercanas. Entonces las mujeres y los niños comienzan su labor: separan los desperdicios orgánicos -con los que algunos, los más desesperados, se alimentan- del plástico y los metales. Cada familia se especializa en un tipo de reciclaje que luego revende o envía a fundiciones para obtener algunas monedas y poder, quizá, alimentar a los suyos.
Hasta 2009 era posible ver entre la basura a piaras de cerdos que contribuían a las labores de reciclaje acabando con los restos orgánicos y que, además, podían más tarde ser vendidas en los mercados. Pero la llegada de la gripe porcina abrió la puerta para que el Gobierno egipcio, muy poco sensible a la realidad de los zabbaleen, decretara la eliminación de los cerdos y, con ella, una de las fuentes de ingreso de los pobres.
La revolución árabe tampoco ha beneficiado a la minoría cristiana de Egipto, que teme que, a la miseria, se una ahora la violencia de los musulmanes radicales. Y ya ha habido casos. El pasado verano, tras la quema de una iglesia, varios jóvenes zabbaleen salieron a protestar contra los musulmanes. El ejército intervino y muchos cristianos fueron abatidos a tiros.
Allí, en medio del dolor y la miseria, mamá Maggie organiza cada semana visitas a domicilio. Junto a ella, el equipo de Stephen’s Children ayuda a las madres de familia a criar a sus hijos en unas mejores condiciones de salud e higiene. También les hablan, y mucho, de la palabra de Dios “cuando uno no tiene nada, Dios se convierte en Todo”- y hacen lo posible por escolarizar a los más pequeños, para que puedan ganarse la vida de una forma diferente. La fundación cuenta, además, con asistencia médica y campamentos de verano para los pequeños.
A un paso del suicidio
Actividades cada vez más numerosas y más variadas que tienen, eso sí, una única palabra como pilar común: amor. “Que los niños descubran el amor de Cristo y ver, en cada uno de esos rostros a los que llegamos, el rostro y el amor de Dios”.
Mamá Maggie ve, en cada uno de esos niños que pasan “hambre cada día y cada hora”, un camino directo hacia el amor de Dios -“cuando toco a un niño, toco a Jesús. Cuando escucho a un pequeño, escucho el amor de Dios a los hombres”-.
Su apodo, el de mamá Maggie, lo luce con orgullo. El otro que le han otorgado, no los niños a los que ayuda, sino los adultos que la ven trabajar, es el de la madre Teresa de El Cairo. “No soy digna ni de atar las sandalias a la madre Teresa, pero sí, ella es mi inspiración y siento que está a mi lado”, responde Maggie, que cada día, al levantarse, mira la foto de la beata de Calcuta que preside su dormitorio.
Cuenta que, para ella, lo más difícil de su misión no es curar pies putrefactos o tender la mano a quien vive sin lavarse entre la basura. Lo más difícil, dice, es mantener el corazón puro y conocer al Todopoderoso. Para lograrlo tiene su propio método: “Haz callar a tu cuerpo para escuchar tus palabras. Acalla tu boca y escucha a tus pensamientos. Acalla tus pensamientos y escucha a tu corazón latiendo. Haz callar a tu corazón y escucha a tu espíritu. Haz callar a tu espíritu y escucha Su espíritu”. Primero unos minutos al día, luego un día cada mes, y ahora dos días cada dos semanas, la fundadora de Stephen’s Children se aísla para escuchar. “En el silencio”, dice mamá Maggie, “se saborea la eternidad”.
Ese silencio que un día Dios aprovechó para pedirle un cambio de rumbo. “No elegimos”, recuerda mamá Maggie, “dónde nacer, pero sí elegimos ser santos o pecadores. Quien quiera ser santo, debe ponerse en manos de Dios y hacer lo que Él le pide”.
Ella lo hizo y, veinte años después, los frutos de aquel camino que emprendió le hacen comprender que no estaba equivocada. Como aquel día que un joven del slum le confesó que planeaba suicidarse cuando vio aparecer a una señora vestida de blanco que le habló del amor de Dios y cambió su vida para siempre.
¿Nobel de la Paz?
Después de conocer el trabajo de Maggie Gobran, un grupo de congresistas estadounidenses envió una carta a la comisión del famoso premio Nobel de la Paz para pedir que se incluya a mamá Maggie entre los nominados de 2012. Asombrados por la profunda convicción religiosa de esta mujer “que, vestida completamente de blanco, parece una presencia angelical”, los congresistas valoran su “incansable labor en favor de los pobres que ha ayudado a miles de familias, sobre todo niños, de Egipto. Ella da voz a los más pobres”. Los pobres entre los pobres, que decía la madre Teresa de Calcuta, premio Nobel de la Paz en 1979.
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