jueves, 5 de enero de 2012

«Los Reyes Magos son Melchor, Gaspar y Baltasar, vaya pregunta más tonta»


 



José Antonio Fúster/ReL


 


Esta noche ha habido murmullos de pisadas reales en las terrazas, en las ventanas, en los pasillos, en los salones... Murmullos de caravanas de pezuñas, pasos breves de los pajes; niños que jurarían, que juran, haber oído, con la respiración contenida y abrazados a las sábanas, el roce de los mantos de armiños, el crujido de los picaportes bajo los dedos enguantados y cubiertos de alhajas, el rechinar mágico de las puertas, un escalón que cede, el viento en un canalón, una voz diferente, un susurro real, un relincho lejano...

Esta noche, millones de niños, ante la amenaza del carbón o del olvido, han prometido no levantarse, guardar silencio, no asomarse, dormir, soñar... Antes del alba, quizá hace unos minutos, se han despertado antes que siempre y han sentido que la casa estaba más silenciosa que nunca, que olía diferente, a un aroma secreto; que las puertas del pasillo estaban cerradas y que algo mágico había detrás de aquel silencio. Han sido millones de niños los que se han acercado aullando al cuarto de sus padres, arriba, arriba, que han venido los Reyes y todos en pie, sin zapatillas, vamos, vamos, todos en fila india por el pasillo precintado en penumbras hasta la puerta del salón. Y ahí, un año más, el padre se ha detenido prolongando la emoción unos segundos más, sólo unos segundos. Ha girado la manilla muy despacio, ha asomado la vista por apenas una rendija, ha vuelto a cerrar la puerta, se ha girado hacia sus hijos y ha soltado un admirado: «¡ooohhh!». Y los niños, con la boca abierta como peces, temblor en las piernas y el corazón a ciento treinta pulsaciones, no han podido más. Los padres han cedido el paso y los pequeños se han asomado a un salón que para los demás sería oscuro, no para sus ojos de gatos curiosos.Y ahí, encima de los sillones, en el suelo, al lado de los zapatos relucientes, junto al cubo de patatas vacío (¡los camellos, mamá, los camellos!), bajo las copas de champagne apuradas... han encontrado los focos de emisión de ese aroma mágico, los regalos traídos desde lejanas tierras por Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente.

Ajenos, distantes, a este encuentro único, breve y romántico de la inocencia con la magia, una legión de historiadores con ganas de... se empeña año tras año en publicar libros en los que se remueve el limo en el que se confunden y enriquecen historia, fe, leyenda, tradición y mito hasta «demostrar» que «la Epifanía es un invento», «no eran tres», «no eran reyes», «no venían de Oriente», «no siguieron una estrella» y que, ¡oh!, «no eran magos».

La historia verdadera, los hechos ocurridos hace dos mil años (par de años arriba o abajo) en lo que la Iglesia llama la Epifanía («presentación»), son vagos y no concluyentes, pero son. Sabemos por el evangelista San Mateo que «unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el que ha nacido, el rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarle».

San Mateo no dice en ningún momento que fueran tres. El que primero lo concluye así es el Papa San León, basándose en los regalos (estos sí, tres) que le fueron ofrecidos a Jesús. Esta opinión fue compartida por muchos otros teólogos cristianos de la Edad Media apoyándose en interpretaciones de textos bíblicos como el Salmo 71,10 en el que se dice: «Los reyes de Tarsis y de las islas ofrecerán presentes, los reyes de Arabia y Saba le traerán sus regalos, y todos los reyes de la Tierra le adorarán». Tarsis, Arabia y Saba... tres.

En las representaciones artísticas de los primeros cristianos apenas se pueden encontrar testimonios fiables, sobre todo considerando que las primeras pinturas ornamentales en cementerios y lugares de culto cristianos no llegan hasta más de trescientos años después del nacimiento de Cristo. Así, en la representación de la Epifanía que se conserva en el cementerio romano de Domitila, aparecen cuatro magos; en la conservada en el museo Laterano, tres; y en una vasija recogida en el museo suizo de Kircher: ¡ocho! Aunque esto es nada. Si nos basamos en textos asirios, la tradición añade nueve magos más, hasta completar el número sagrado (y divisible por tres) de doce.

¿Cuál es la verdad sobre el número de magos que adoraron al Niño? Este periódico ha consultado con un experto sobre la figura de los Reyes y que, desde ahora y durante el resto de este reportaje, aclarará en exclusiva los puntos más controvertidos de la Historia. Así, Ignacio Zubía, un donostiarra de seis años, se muestra tajante sobre el número de magos que llegaron a Belén de Judá: ¿Los reyes magos son cuatro, cinco, o doce, como dice la tradición ortodoxa para sibolizar los doce días de la Navidad?
- Pues tres, claro.

Con esta declaración contundente, damos por concluido el espinoso asunto del número y pasamos al de su categoría profesional. ¿Eran reyes y magos? No hay dogmas en la Iglesia que obliguen a creer en que los hombres llegados de Oriente eran de estirpe real, es más, es un asunto futil. Sin embargo, Tertuliano (abogado cartaginés convertido al cristianismo en el 193 d.C.) así lo cree, basándose en el mismo Salmo que hemos transcrito al tratar la materia del número. Un detalle nimio, pero curioso, viene dado por el nombre hebreo «Melchor», que se traduce como «rey de luz» o «rey blanco». Nada que objetar, por tanto, a la interpretación de Tertuliano; como tampoco al asunto de si eran, o no eran, magos. La palabra griega «magoi» es la referencia. No debería traducirse directamente como «magos» en el sentido actual, sino como algo parecido a un hombre sabio, capaz y dotado, perteneciente a una casta sagrada.

Jefe de los magos
Probablemente ésta fuera la casta de los Medos, que mantenía sobre sus territorios una influencia mucho más religiosa que política y que servían al rey de Babilonia y todas las jerarquías persas como sacerdotes, incluso en tiempos del nacimiento de Cristo (cuando el Imperio Parto dominaba el Oriente). Hay una referencia explícita a un «mago» de estirpe real en la Biblia (Jeremías, 39,3): «Todos los oficiales del rey de Babilonia entraron y establecieron sus cuarteles en la puerta del medio: Nergal-Saresser, príncipe de Samgar, oficial mayor...» Este «oficial mayor» es la intrepretación de la palabra original «rabb-mag», que puede traducirse, directamente, como «mago en jefe» o el primero de la casta de sacerdotes.

Zubía, por su parte, no tiene mayor problema en este asunto:
- ¿Son reyes y magos?
- Claro que son reyes, porque llevan coronas. Y magos, porque, porque... si no fueran magos, ¿cómo iban a llevar los juguetes y el carbón a todos los niños? Y lo saben todo.
- ¿Todo?
- Sí.
- ¿Les has visto alguna vez?
- Noooo... porque si estás despierto no vienen. ¡Ah, bueno, sí! Les vi una vez, en el Palacio ese, eeeh... en el Palacio de San Sebastián. Hablé con el de la barba marrón. ¿Con Gaspar? Sí. Y me dijo que sabía que era bueno y que sabía que el nombre de uno de mis aitonas (abuelos) es José Miguel.
- ¿Y cómo lo sabía?
- Porque es mago.

Resuelta esta inquietud con éxito por nuestro experto donostiarra (inquietud que ha derramado ríos de tinta en muchas editoriales, interesando a muy pocos). La siguiente y difícil cuestión a plantear es su procedencia, el día de su llegada y sus nombres. No hay duda de que venían de Oriente, tal y como ha quedado escrito por San Mateo, pero, ¿de qué Oriente hablamos?

Oriente real
Antes hemos mencionado la «posibilidad» real de que los magos fueran hombres sabios o sacerdotes medos al servicio del Impe

rio Parto, que se extendía por lo que es ahora Irán y parte de Irak y Siria hasta Turkmenistán, y que disputaba con Roma el control de Armenia. Con esta base, y para intentar establecer una conjetura fiable sobre su procedencia exacta, hay que entender que los Reyes (magos y tres) no llegaron a Belén hasta muchos meses (probablemente alrededor de un año y medio) después del nacimiento de Jesús. Esto es lógico si tenemos en cuenta que Herodes, asustado después de su encuentro con los magos al comprender que se estaba cumpliendo la profecía de Jeremías: «Y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel», y la profecía de Balaam: «Una estrella brillará sobre Jacob y un cetro brotará de Israel», ordena la matanza «de todos los niños de Belén y de todo su territorio, de dos años para abajo, según el tiempo que había calculado por los magos» (San Mateo, 2,16).

Con esta base, la del tiempo transcurrido entre que los magos advierten la «estrella» (Navidad) y llegan a Jerusalén a presencia de Herodes, es lógico pensar que su viaje de ida tuvo una duración cercana al año. Así, y según el ritmo de la caravana de camellos (animal más empleado en la zona para las largas peregrinaciones), se puede concluir que la distancia más probable es la de entre mil quinientos y dos mil kilómetros de distancia, lo que coincide con las fronteras orientales del Reino Parto, más allá de la región de los Medos, al norte de Persia.

Felices adaptaciones
El hecho de que la Epifanía se celebre el seis de enero (sólo 12 días después de la Navidad) no tiene que ser un problema a la hora de creer en la Historia. Las fechas de las celebraciones cristianas nunca han sido fechas reales, sino que son afortunadas adaptaciones de otras fiestas paganas (el 25 de diciembre era la Fiesta del Sol en Roma, día celebradísimo por los ciudadanos del Imperio). Es más, las Iglesias de Oriente celebran el 6 de enero, y todo a la vez, la Navidad, la Epifanía y el bautismo de Cristo. A finales del siglo IV, las Iglesias de Occidente (primero la de Antioquía), «inventan» la Navidad. Su principal responsable: San Juan Crisóstomo.

Este personaje es importante en la Historia de los Reyes Magos. Entre sus escritos, el santo incluye las narraciones de un relator de la región de Ariana (de los confines del Imperio Parto, de las mismas tierras que los Magos y, por tanto, fuente de gran calidad) en las que se asegura que los Reyes volvieron a su patria y fueron bautizados, dedicándose durante el resto de su vida terrenal a la enseñanza de la fe en Cristo. Esta última visión tiene mucho de legendario, sin más.

Gaspar y Gushanasaph
También sin más son los nombres reales de los Magos. La tradición cristiana, y el martirilogio, les atribuye los de «Melchor, Gaspar y Baltasar». Otras tradiciones, si acaso más directas, como la siria, les bautiza como «Larvandad, Hormisdas y Gushanasaph». Da igual cómo se llamen, la verdad es que desde mediados del siglo pasado, Sus Majestades, rescatados del Paraíso de Oriente, deben bajar a la Tierra cada seis de enero. Su cabeza adornada con coronas, envueltos en mantos de armiño, las manos enguantadas...

Sus nombres, por supuesto, no son materia de discusión para Ignacio:
- Y se llaman Larvandad, Hormisdas y Gushanasaph, ¿no?
- Noooooo. Son Melchor, Gaspar y Baltasar.
- ¿Y te traen regalos si has sido bueno?
- Sí, porque se lo manda el Niño Jesús, que es su jefe. Bueno, a los más pequeños, a los que no saben, siempre les traen regalos; pero cuando eres un poco mayor, si te portas mal, te traen carbón.
- ¿Y tú has sido bueno?
- Sí. Me he portado bien, aunque un poco de carbón no me importa, me gusta.
- Y tú, ¿qué les dejas a ellos?
- Roscón de reyes; aunque sólo un poquito, porque está tan bueno... Pero como son magos, no les importa.
- O sea, que son tres.
- Sí.
- Y son Reyes.
- Sííí...
- Y Magos.
- Que sííííííí...

Lo ha dicho un niño de seis años («recién cumplidos») que esta noche se dormirá muy quieto, atado por los nervios («¡que no estoy nerviosooo!»), y que mañana se despertará envuelto en magia. No hay más que decir.

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