Pero ya a finales del siglo VII, el rey visigodo Wamba había adoptado el título de Defensor de la Purísima. Su sucesor, Ervigio, prohibió trabajar durante esa fiesta, que San Ildefonso había mandado guardar en toda España. Cuando en el siglo XIII se planteó la controversia teológica en torno a la Inmaculada, los condes de Barcelona la tomaron bajo su protección, y en Vich y Gerona empezó a celebrarse litúrgicamente con oficio propio.
Cataluña y Aragón
La Corona de Aragón se volcó con la Virgen, como herencia de la predicación del mallorquín Raimundo Lulio. Así, Pedro el Ceremonioso instituyó en 1333 la Cofradía Real de la Inmaculada Concepción, a la que han pertenecido todos nuestros monarcas. Juan I dictó un decreto en 1384 prohibiendo “a todos los que dan lecciones públicas del Evangelio sostener cosa alguna que pueda dañar la creencia en la pureza y santidad de esta bienaventurada concepción”.
En 1408, Martín el Humano declaró enemigos del Estado a cuantos impugnasen el misterio. Fernando el Católico, antes del asalto final a Granada, mandó erigir un altar de campaña dedicado a la Purísima e hizo voto de consagrarle la mezquita mayor de la ciudad. Carlos I ordenó celebrar la fiesta con la solemnidad con que él lo hacía en su Corte. El Papa Clemente XIII la declaró oficialmente en 1664 patrona de España.
Luego estaba el compromiso de los estudiantes. La obtención de los grados de bachiller a doctor exigía jurar a María concebida sin pecado original, y la Universidad de Salamanca encargó a Félix Lope de Vega una comedia sacra para enaltecer el dogma, que se tituló La Limpieza no manchada.
Esplendor barroco
Por su parte, los pinceles barrocos españoles acudieron con una Virgen triunfante y gloriosa. “Es la gran creación del arte español”, dijo José Camón Aznar: “Una de las ejecutorias más líricas de nuestra espiritualidad”. Durante todo el siglo XVII nadie en la escuela española, y en particular en la escuela sevillana, dejó de aportar su granito de arena.
Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, pintó una para la sacristía mayor de la catedral de Sevilla, y su yerno y discípulo otra para el convento de carmelitas calzados, donde puso a la Virgen el rostro de su mujer. De Zurbarán se conserva una con la peculiaridad iconográfica de presentar a la Virgen con rostro de niña. El siempre tenebroso Ribera aclara su paleta para iluminar con su Purísima el retablo mayor de la iglesia de las Agustinas en Salamanca, en un óleo que le encargó el conde de Monterrey cuando su hija Catalina ingresó en el convento.
Murillo
Pero sobre todos ellos destaca Murillo. Pintó más de una docena con ese trazo que para María se hace amable, sonriente, aniñado: todo luz, como lo pintaría alguien que sabe que contemplarán su obra fieles que aprecian ese misterio por encima de cualquier otro. Una de las que se conservan en el Museo del Prado embellecía el Hospital de Venerables Sacerdotes de Sevilla, cuando la robó durante la invasión napoleónica el mariscal Soult, quien en 1852 la vendió al Louvre por la cantidad más elevada pagada nunca hasta entonces por un cuadro. No volvió a España hasta 1941, gracias al intercambio entre Pétain y Franco que incluyó la Dama de Elche.
Murillo pinta siempre a la Virgen como promete el Apocalipsis: la luna bajo los pies y sobre la cabeza una corona de doce estrellas. Y con una opulenta y larga cabellera, tradición que rompe, un siglo después, González Ruiz en la madrileña iglesia de San Ginés, cubriéndola con un manto.
¿Y los sacerdotes? En España los predicadores empezaban todos sus sermones con una alabanza a la Purísima. Y esto calaba en el pueblo. En 1842 un sacerdote francés, el abate Orsini, constataba en su Historia de María que en España el “Ave María Purísima” respondido por el “Sin pecado concebida” no era sólo una frase devota: “Se ha hecho la frase favorita que compone el saludo nacional”. Toda una muestra de la devoción mariana de una España que fue y es “tierra de María”.
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